Unidos por el mar
y exhaustos por el último poste
INSTRUCTIVO 
Nº 18
Instructivo virtual para fortalecer la cultura naval  

LA VIDA EN UN BUQUE DE GUERRA
-SIGLO XVIII-


Investigación y producción de los Instructivos Navales de Jorge Serpa Erazo CN 38-082 

                                                    ACOMODACIÓN E HIGIENE

 

El navío de guerra del siglo XVIII es un mundo de oscuridad. La luz penetra débilmente a las cubiertas inferiores. A causa del mal tiempo, las portas de los cañones se cierran y sumen los entrepuentes en la oscuridad. Ninguna luz es autorizada por  temor obsesivo al incendio (el fuego es el peligro más grande de una embarcación de madera).  La incomodidad a bordo de estas embarcaciones es inverosímil. En algunas partes bajas la altura no llega a 1,65 metros, lo que obliga a los hombres a encogerse casi doblados. Por término medio, el número de hombres embarcados corresponde a diez veces el número de cañones que porte: es decir, 700 hombres para un navío de 74 cañones, 1000 sobre un buque de 112 cañones, en los que hay un Estado Mayor con una veintena de oficiales (incluido el capellán y el cirujano). Así, a bordo con 112 cañones de 63 m de longitud y 16 m de ancho, había más de mil tripulantes entre oficiales, artilleros, infantes de marina y marineros que se hacinaban en tres niveles y debían cohabitar con caballos, vacas, cerdos, aves (todo un corral), además de provisiones, cabos, cajas, cañones, municiones y un sinfín de cosas más. 
 
Un navío de guerra era un nido de infección. Los entrepuentes siempre abarrotados de gente, confinados, mal ventilados, oscuros, sucios y nauseabundos. La parte más baja del navío, la sentina, era un lugar con un olor pestilente. Los cables de cáñamo mantienen la humedad en las baterías. Las hamacas, suspendidas, sin ser aireadas, ni lavadas. Los fondos jamás estaban secos. Aguas de toda naturaleza se acumulan en la sentina: agua de mar a causa de temporales o que chorrea por las aberturas del barco; aguas de lluvia; aguas de lavado de los puentes, incompletamente evacuadas; aguas residuales de la vida de los hombres y de los animales. Paradójicamente, las embarcaciones antiguas eran las más limpias, ya que la presencia demasiado importante de agua en sus sentinas imponía la instalación de bombas que limpiaban los fondos. Fuera de esta situación particular, la sentina es un lugar casi pantanoso, donde pueden flotar cadáveres de ratas y otros objetos no identificados. Pero es sobre todo un lugar donde las bacterias pululan, los parásitos (piojos y pulgas) se reproducen por millares y donde las larvas de mosquitos (que transmiten la fiebre amarilla y el paludismo) proliferan. 
Cada hamaca está prevista para dos hombres
A esto se añaden algunas rarezas de conductas. En efecto, las letrinas de la marinería se sitúan en la proa del navío, en unas maderas con agujeros llamados beques, en el mismo lugar donde, al contrario de las reglas de higiene más elementales, los marineros lavan su ropa blanca. En este lugar barrido por las salpicaduras y expuesto a las inclemencias, los hombres corren siempre el riesgo de ser llevados por un golpe de mar. Sólo, a causa de temporal o por la noche, vacilaban en ir allí. Los oficiales tenían sus letrinas en popa, donde estaban resguardados de las inclemencias del tiempo y tenían intimidad. Los suboficiales gozaban del "privilegio" de dos beques cubiertos en proa; el resto de la tripulación ya sabía lo que les esperaba. Además, las cocinas y el hospital están situados delante del parque del ganado: así, en caso de epidemia, los enfermos se reencuentran en la oscuridad, acostados en una estera de junco como colchón, respirando un aire contaminado, en medio de sus deyecciones.
 
 

En estas condiciones, la higiene corporal es un objetivo inaccesible, lo que no impide, muy al contrario, la multiplicación de las reales órdenes, que prescriben reglas cada vez más estrictas y más apremiantes de higiene. Los oficiales deben velar por la limpieza de sus hombres, los cuales tienen afeitarse una vez a la semana, peinarse cada día para eliminar a los parásitos, lavarse los pies "a menudo" y cambiar de camisa dos veces a la semana  (domingo y jueves). La ropa blanca y las hamacas deben ser lavadas en cada escala y tan a menudo como fuera posible (pero la colada se hacía en las letrinas). En la práctica, las tripulaciones no disponían de trajes de recambio suficientes, y debían lavar su ropa blanca en agua de mar. A menudo mojadas, sus ropas soltaban un olor nauseabundo. Siempre por falta de agua dulce, los marineros renegaban a lavarse y son cubiertos de roña y de chusma. Hasta finales del siglo XVIII, y contrariamente a los oficiales e infantes de marina, los marineros no estaban sujetos a ningún uniforme. No tenían más costumbre que la de recoger sus cabellos sobre la nuca con coleta. Para evitar ensuciar su camisa, en el cuello, llevaban un fular anudado sobre el pecho, con el cual se secaban el sudor, se limpiaban las manos y reemplazaba la servilleta. Estas condiciones desastrosas de higiene favorecen la propagación y la transmisión de enfermedades que agravan los riesgos incurridos por los hombres que serváin a bordo de las embarcaciones de guerra. 
 
Medidas de higiene son tomadas no obstante a partir del último cuarto del siglo XVIII: los médicos de marina quieren hacer salubres estos buques y mejorar la calidad de vida de las tripulaciones. Su primer acto es sanear las cubiertas gracias al empleo de desinfectantes (les parecía preferible purificar el aire que renovarlo). Así, el reglamento del 1 de enero de 1786 impone fumigaciones de enebro, vinagre y pólvora de cañón cada mañana, en la sentina, la bodega, el sollado y las baterías, y dos veces al día en el puesto de los enfermos. En 1796 es introducido el procedimiento de Carmichael, que consiste en verter ácido sulfúrico sobre nitrato de potasio. Luego, a principios del siglo XIX, un nuevo método es puesto a punto, consistiendo en sanear las bodegas por medio de la desecación y la ventilación artificial. Posteriormente, desaparecen los parque de ganado, siendo estos ya raramente embarcados. La salubridad de los navíos se hará sin embargo una realidad sólo con la marina de hierro y a vapor.
 
La incomodidad caracteriza el descanso a bordo de los navíos de guerra. Sólo el comandante dispone de un camarote situado en la popa. Los demás oficiales deben contentarse con cabinas más o menos exiguas, separadas por separaciones absolutas fijas o móviles en tela, deslizantes sobre barras. Los más grandes miden 9 m ², y los más pequeños 1,8 m sobre 1,35 m (2,4 m ²). Un verdadero lujo. Las tripulaciones descansan como pueden. Se acuestan sobre hamacas (los británicos las llaman coys), repartidas sobre todas las cubiertas, apretados unos contra otros. Cada hamaca está prevista para dos hombres, uno que la utiliza cuando el otro está de guardia. Sólo algunos oficiales de mar tienen el derecho a "separador", al mantener una pieza de madera que hace la hamaca un poco más ancha en sus extremidades. Las hamacas presentan la ventaja de poder ser replegadas fácilmente en el momento del zafarrancho y de ofrecer una protección en caso de combate, ya que se ponían plegadas en las batayolas de cubierta y ofrecían protección contra astillas y armas ligeras. Suspendidas, atenúan además el efecto del cabeceo del buque. Además evitan a los marineros las mordeduras de roedores, que atacan las orejas, las puntas de los dedos y sobre todo los ojos.
 

                                                                              ALIMENTACIÓN

 
En los buques, cocinar era un problema. Reservas considerables de leña fueron necesarias y el fuego debía ser mantenido encendido, lo que hacía correr riesgos permanentes de incendio. Cuando había temporal o mar gruesa no había comida caliente. El alimento formaba parte de la remuneración de la tripulación. Las raciones eran reglamentadas y suficientes en calorías, incluso superiores a las raciones de otras categorías sociales en tierra. Calculadas para alimentar a un obrero, se sitúan por encima de 5.000 calorías, por hombre y al día. Pero si la alimentación es abundante, las raciones pecan por su toxicidad, monotonía,  desequilibrio en proteínas y carencia de vitaminas. De 55 a 65 % de las calorías son aportadas por el pan o el bizcocho (torta de pan, cocido dos veces, muy duro, muy seco, poco levantado y destinado a ser conservado mucho tiempo). También comprenden verduras secas, salazones (el bacalao salado se conserva un mes, el buey dos meses, la carne de cerdo, dieciocho meses) y condimentos como el vinagre (para digerir la alimentación salada, poco variada y combatir la avitaminosis), mostaza, pimienta y guindillas).
 

Ración diaria de un marinero:
550 gramos de bizcocho

80 gramos de tocino salado

120 gramos de judías secas

69 cl. de vino

93 cl. de agua 

Los alimentos frescos (carne fresca, frutos y verduras) se agotan rápidamente y son reservados para los atraques. Para los grandes viajes, los animales son embarcados vivos. Esta práctica perjudica la higiene, pero resuelve en parte el problema de los víveres frescos. Sobre las cubiertas se colocan las jaulas con patos, gansos o pavos, que no sufren el mal de mar, y son preferidos a las gallinas que pueden morir de eso. Todo este corral está destinado a la dieta de los oficiales y el "caldo de ave" solo para los enfermos y heridos. Pero entre, más larga la travesía, menos duraban los animales.
 
Por otro lado, una parte importante de las calorías es aportada por el alcohol: un litro de vino al día y por hombre, completado por una porción de aguardiente, pudiendo ser utilizado para recompensar a los hombres, envalentonar a los combatientes antes del combate o reconfortar a los heridos. Gracias al ingreso clandestino de licores, sumamente disimulado, el alcoholismo constituía uno de los peligros del barco que generaba grescas, rebeliones, desobediencia y accidentes.
 
Los problemas de conservación de los víveres
Los víveres estaban siempre bajo la amenaza inevitable en una embarcación, por los escapes de agua salada, el hurto y las ratas. Así, en el momento de los grandes cruceros, los salazones se alteran y las verduras se pudren. A pesar de las precauciones para protegerlos de las ratas y conservarlas (tablas de abeto, dobladas con telas y por láminas de hierro), los bizcochos de mar son particularmente frágiles, por lo general siempre mal cocidos, se estropean, enmohecen y se hacen añicos, que sirven para alimentar las aves de corral embarcadas. Los bultos de harina, son habitados por gorgojos y por otros huevos de insectos. Además, los proveedores de alimentos no eran muy escrupulosos, y un grueso hueso, que hace peso, se encontraba a menudo en el fondo de los toneles de la carne salada.
 
Este desperdicio y las predaciones causadas por los roedores eran de tales proporciones que las raciones se reducen a lo casi vital. Esta mala alimentación tiene efectos devastadores sobre las tripulaciones, cuyo estado inicial de salud es a menudo malo debido a la desnutrición y a la avitaminosis, debido al alcoholismo. Alimentos de sustitución son probados, como las tabletas de caldo, muy de moda al fin del siglo XVIII, pero no fueron la panacea esperada. Es conocido el caso del motín del  "HMS Bounty", un barco de la Royal Navy británica que tenía como misión buscar el "árbol del pan" en los mares del sur para poder alimentar a su flota.
 
Para intentar mantener el nivel cualitativo de las raciones, los oficiales valoran en probar el bizcocho o el pan de los marineros, los alimentos de los enfermos y el caldo de la tripulación. Cada dos semanas, deben prestar asistencia a la visita del cirujano para examinar "la boca y las encías" a miembros de la tripulación. Las ordenanzas son prudentes, no se refieren a los dientes, por la razón que desaparecieron y se cayeron a causa del escorbuto. En aquella época, el marinero con escorbuto es un individuo desdentado, incapaz de masticar alimentos sólidos. Puede consumir sólo papilla o el bizcocho mojado en un líquido cualquiera. Habrá que esperar el fin del siglo XVIII para que instrumentos de pesca se vuelvan obligatorios a bordo de los buques de guerra. Todavía es raramente practicado pues a los marineros les repugna la pesca (en general muchos no sabían ni nadar).

 

El problema del agua 

En las marinas del mundo, el agua plantea un problema no resuelto hasta el siglo XIX. En efecto, cada hombre consume en promedio tres litros de agua al día (uno para la bebida, uno para la sopa y uno para la preparación de las comidas). El tiempo de autonomía de un navío era de tres meses, pero variaba con arreglo a la cantidad de toneles de agua dulce embarcado. El agua se altera rápidamente en los barriles de madera, colocados en la bodega o sobre el puente. Al cabo de algunos días, un olor repelente sale de ellos debido a la descomposición de los sulfatos contenidos en el agua, que se transforman en sulfuros al contacto con la madera de los toneles. Al aire libre, los sulfuros vuelven a ser unos sulfatos y el ciclo se produce repetidas veces. Según la tradición, el agua debía "pudrirse" tres veces antes de ser potable.

 

Los abastecimientos de agua dulce pueden ser renovados a lo largo del litoral, pero hace falta que el agua recogida sea bacteriológicamente sana, lo que solo se logró hasta el siglo XX.

                                                                LA DISCIPLINA

 

La incomodidad y la enfermedad eran  duros de soportar debido a la férrea disciplina y a veces arbitraria que reinaba a bordo de todos los buques de cualquier armada. En efecto, la disciplina era mucho más dura en la marina que en los ejércitos de tierra.. 

Al infractor se le hacía un consejo de guerra
Los antiguos usos son siempre utilizados, y en el momento de las maniobras el oficial a menudo aplica golpes con una cuerda, a veces hasta sin avisar al comandante, que, según el reglamento, era el único que tenía derecho a castigar. El castigo corporal e inmediato era una costumbre en todas las marinas de la época, que no indignaba a nadie. Los contramaestres de segunda y hasta los suboficiales daban golpes con el puño o con una cuerda para estimular el trabajo de los marineros; el contramaestre de segunda era venerado y temido, apareciendo sólo en las maniobras importantes o las reuniones de toda la tripulación con una vara en la mano. Para las maniobras de conjunto, un hombre es designado, con las manos en los bolsillos, para cantar melodías tradicionales (a menudo groseras e incluso obscenas) que animaban y alegraban las pesadas maniobras de los marineros.
 

 

Al infractor se le hacía un consejo de guerra. En caso de grave infracción del reglamento, el culpable se enfrentaba a un consejo de guerra. El comandante de la embarcación es el único responsable de la conducta del barco, de lo que ocurre a bordo y del respeto a la disciplina. Los reglamentos son muy estrictos. La intransigencia y la crueldad del comandante son a menudo proporcionales a la duración de las navegaciones efectuadas en compañía de tripulaciones hostiles y recalcitrantes, que pueden transformarse en hordas hambrientas y sedientas, enfermas y agotadas por exceso de trabajo y poco descanso.

 

Los castigos

La gama de los castigos era muy extensa, y depende de la gravedad de los delitos: robos, riñas, embriaguez, negativa de obediencia, insultos, faltar el respeto a los oficiales, motín, etc.  Los delitos menores son sancionados con un régimen de pan y agua; por la flagelación y sobre todo con un castigo particularmente temido: el azote. El culpable, con el torso desnudo, desfila corriendo entre dos hileras de hombres que lo golpean al paso a golpes con unas varas anudadas y recubiertas con alquitrán.

Pero existen otros suplicios temibles:

La caída mojada, consiste en izar al condenado a una verga y soltarlo precipitadamente sujeto a una cuerda, para sumergirlo en el mar.

La caída seca, es el mismo castigo pero la cuerda es más corta y el hombre no llega a tocar el mar y es parado en seco en el aire, lo que ocasiona fracturas muy graves, incluso mortales.

El paso por la quilla, era un castigo espantoso, consistente en hacer pasar al condenado de un lado al otro del barco, bajo el agua. Tiene suerte, si es capaz de salir de allí vivo, pero la mayoría de las veces, será herido gravemente por las astillas del casco o por las conchas fijadas sobre el casco (hay que decir que este castigo se prohibió a finales del siglo XVIII debido al excesivo número de muertos y a la inhumana y sádica crueldad). Pasar al infractor por debajo la quilla del buque era un castigo terrible.

La horca, era el castigo extremo, al cual se sentenciaba al amotinado o insubordinado. Se izaba al condenado, que solo pendía del lazo en el cuello a una verga, cuyo cabo era halado por sus compañeros y, mientras pataleaba en el aire, un redoble de tambor acompañaba los estertores agónicos del reo hasta el final, para luego, arrojarlo al mar. Esta ceremonia se realizaba con el buque fondeado y los oficiales, formados en la popa, se quitaban el bicornio (sombrero de dos picos), para mantenerlo con la mano derecha sobre el pecho, mientras duraba la ejecución. Los infantes de marina, apuntaban con sus armas a la tripulación para evitar un motín durante el macabro ritual.                                                           

                                                                       

                                                                       EL COMBATE NAVAL 

Las tácticas

Las averías sufridas por los barcos de guerra son variables y dependen de la táctica empleada:
 
El tiro para desarbolar se refiere a la destrucción de la arboladura y de los aparejos del buque enemigo para ponerlo en dificultad o en la imposibilidad de maniobrar. Esta táctica era la más utilizada por la  armada inglesa pero no reduce la capacidad destructora del otro barco y no provoca más que pérdidas ligeras. Está considerada como la principal causa de las derrotas marítimas españolas y francesas, que seguían la misma táctica.
 
La mecha es encendida con el botafuego
El tiro al casco
, a la altura de las baterías, busca la destrucción de la artillería, del material y de los artilleros enemigos. Esta táctica era la preferida por los británicos.
 
El tiro bajo la línea de flotación de la embarcación, es de una eficacia relativa. La bala puede atravesar la muralla de madera, pero las fibras de la madera tienden a enderezarse después de su paso y el carpintero y sus ayudantes pueden aplicar un calafateo de urgencia con tapones para taponar las vías de agua.  
 
El tiro en hilera es el más ansiado del combate naval. La maniobra consiste en pasar sobre la proa o la popa del adversario, y de fulminarlo con toda su artillería sin que éste pueda replicar. Además, las balas pueden atravesar al enemigo sobre toda su longitud, causando todavía más daños. Además, tipos diversos de proyectiles son empleados, según la táctica escogida:
 
La bala normal, para traspasar los cascos.
 
La palanqueta (constituido por dos semi-balas reunidos por una barra de hierro o cadenas), para estropear los aparejos y la arboladura (ineficaz más allá de 300 metros).
 
Los paquetes de metralla, conteniendo cinco pelotas gruesas de hierro, para diezmar las tripulaciones (ineficaces más allá de 100 metros).
 
El tiro con balas calentadas al rojo sobre un brasero, pero la maniobra es rara debido a los riesgos de incendio. Antes de disparar había que elegir la táctica a utilizar y el tipo de proyectil.

 

El combate
En el momento de avistar un barco enemigo, el zafarrancho de combate es tocado a bordo con un redoble prolongado de tambor. Las hamacas entonces son retiradas de los puentes y colocadas en las batayolas de la cubierta superior para dar una protección contra la metralla, las balas de mosquete y las astillas de madera. Los hombres se protegen también la cabeza con turbantes de trapos para evitar astillas en la cabeza y se echa arena por las cubiertas para no resbalarse con la sangre. Las portas son abiertas, y los cañones son cargados. 

 

El cabo de cañón ajusta la altura mediante una cuña

Tras el disparo los puentes se llenaban de humo que hacían irrespirable el ambiente. Esta maniobra es la más compleja. La carga por la boca necesita retroceder los cañones. Un cartucho de pólvora es introducido en el interior del cañón, luego una bala es deslizada allí, antes de ser empujado y apretado con la baqueta. El cabo de cañón ajusta la altura mediante una cuña. La mecha es encendida con el botafuego (en el siglo XIX se sustituye este mecanismo inseguro por los tirafrictor o llaves de fuego, que consistían en unos mecanismos que aplicaban una chispa cuando se tiraba de un cordón, siendo más fiables y rápidos), y hace saltar el polvorín.

 

Una llama brota de la boca, una detonación fuerte resuena y la cureña retrocede con violencia, siendo detenidos por los aparejos, y los cables de cáñamo que retiene el cañón a cada lado de la porta.

Tras el disparo la operación de carga es renovada después de la limpieza del arma con un escobillón. El cañón es devuelto a la batería gracias a unas palancas llamadas espeques y el cabeceo del buque. Mantener la cadencia de tiro supone para los artilleros conservar su sangre fría. En un combate el ruido, el humo, la proximidad del adversario, las astillas, los gritos de los heridos y los gemidos de los agonizantes transforman las baterías en un infierno. 

 

Los combates se prolongaban durante más de diez horas. Eran espantosos. La imposibilidad de huir, hacía que las batallas navales fueran encarnizadas e intensas donde la alternativa solo era: vencer o morir. Las balas enemigas que caen sueltan una mortífera lluvia de astillas. Los heridos son colocados en la enfermería, apartada del puente y bajo el nivel del mar, para evitar que los gritos trunquen el espíritu de los combatientes. La cámara baja es pintada en rojo para que la sangre no se vea. El cirujano se limitaba primeramente a los cuidados urgentes en tanto los heridos se amontonaban. En las horas que siguen, practica intervenciones con los limitados medios de a bordo. Estas cirugías se efectúan por supuesto en ausencia de toda asepsia y sin anestesia. La pérdida del conocimiento del operado es a veces lograda gracias a una sangría o con el empleo de licor, con el fin de ahorrar sufrimiento y dolor. Las amputaciones son frecuentes y las posibilidades de supervivencia de los heridos escasas.

 

En estas condiciones, no es asombroso que el reclutamiento de la armada siempre fuera un problema. Para conseguir tripulaciones en número suficiente, debido a que en la costa los muchachos adolescentes se escondían se tuvo que reclutar por la fuerza a los campesinos, haciendo redadas en los campos y mercados.


Resumido y adaptado del capítulo  "El calvario" del libro "Gestas y aventuras en el mar" de Louis Madelin