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23-11-06

LA MAGNITUD DE LA VERDAD DEL PARAMILITARISMO

Los recientes escándalos acerca de las relaciones entre miembros de la clase política y grupos de autodefensas, han intensificado los reclamos desde diferentes sectores por un conocimiento pleno de la verdad sobre el paramilitarismo. En el ambiente existe la sensación que las órdenes de captura contra los congresistas de Sucre y el exdirector del DAS son apenas el preludio de nuevas revelaciones y detenciones. Se espera en el corto plazo que otros políticos y funcionarios públicos sean judicializados por su responsabilidad en el paramilitarismo en Colombia. Aun así, el país no parece estar preparado ante lo que se avecina, o dicho de modo más preciso, no es medianamente conciente de la magnitud del fenómeno, tanto en su extensión como en sus diferentes manifestaciones sociales, políticas y económicas.

 

En efecto, por espectacular que parezca el escándalo de los congresistas, el problema de la infiltración del paramilitarismo en el Estado y en la sociedad va mucho más allá. Un ejercicio hipotético y tal vez conservador, arroja un asomo de la magnitud de la verdad con la que tendrá que lidiar la opinión nacional. Las bases de datos de la Fundación Seguridad y Democracia han recopilado información sobre presencia paramilitar en 712 municipios del país, de acuerdo con el dispositivo de las diferentes agrupaciones que conformaron las AUC.

 

Si se supone que en al menos una tercera parte de ellos su presencia estuvo acompañada de un fuerte control de la administración pública, de la estructura económica local y de la Fuerza Pública desplegada en el lugar, puede concluirse que en cerca de 240 municipios la participación de muchos funcionarios públicos y ciudadanos particulares fue algo más que como simples observadores pasivos e inermes de una realidad tan contundente. Si se toman, por ejemplo, los dos últimos períodos de las alcaldías municipales que comprendió la fase fuerte de expansión del paramilitarismo entre 1996 y 2004, puede deducirse que al menos 480 alcaldes del país tuvieron vínculos estrechos con las autodefensas. Si de manera conservadora se asume que en cada uno de estos municipios no menos de cinco concejales mantenían relaciones con los paramilitares, se obtiene que 1.200 concejales probablemente tendrían que revelar esa verdad al país. En el mismo orden de ideas, si se asume que en cada municipio existían al menos 5 empresarios que los promovieron, significa que 1.200 empresarios o propietarios de activos deberán salir a la luz pública por relaciones con paramilitares. Y si se proyecta que en la mitad de esos municipios existía al menos un oficial de la Policía relacionado con estos grupos ilegales se tiene una cifra de alrededor de 120 oficiales de la Policía Nacional involucrados con los paramilitares. Si se le agregan dos suboficiales por cada oficial se obtiene 240 suboficiales involucrados. Un cálculo similar de acuerdo con el despliegue territorial de las Fuerzas Militares sugeriría que al menos 60 oficiales y 120 suboficiales de las Fuerzas Militares habrían tenido relaciones dudosas con el paramilitarismo en Colombia.

 

Como se puede observar, la verdad podría ser mucho más abrumadora de lo que aparenta el reciente escándalo: el paramilitarismo fue un fenómeno masivo, que se desbordó en muchas las regiones del país pues, además de un proyecto militar contrainsurgente, también se trató de un proyecto de Estado local. Si bien, quienes estuvieron al mando de ese proyecto en su fase de mayor expansión, desde mediados de los noventa, fueron poderosos señores de la guerra con ejércitos privados financiados por el tráfico de drogas, su difusión implicaría la participación directa e indirecta de diversas figuras y grupos sociales: políticos profesionales, terratenientes, empresarios legales, narcotraficantes, funcionarios públicos, expertos en servicios profesionales, pero también campesinos, habitantes de clases bajas y jóvenes desempleados se convirtieron en parte activa de la organización. Sin su participación no se podría explicar por qué el paramilitarismo se convirtió en el gobierno de cientos de municipios colombianos y en el eje del orden social, económico y político de muchas comunidades.

 

Aún antes de descubrir los nombres propios de las personas involucradas en el proceso de imposición de las autodefensas, el país debe tener conciencia sobre: i) La estructura organizativa de los grupos paramilitares y el papel de los diferentes actores y grupos sociales en la expansión de su proyecto de Estado local; esto es, si un territorio estaba dominado por un ejército privado ¿Cómo estaban involucrados los políticos, los empresarios legales e ilegales, los funcionarios públicos y el resto de la sociedad en el ejercicio de su dominación armada? ¿Qué responsabilidad le cabe a cada uno de estos actores y grupos sociales?; y ii) La magnitud real alcanzada por el fenómeno paramilitar, es decir ¿En qué regiones de Colombia se impuso el dominio de organizaciones vinculadas a los ejércitos de las AUC y cuál fue el grado de control alcanzado por dichas organizaciones en esas sociedades?

 

Cuando los paramilitares hicieron su aparición en las regiones colombianas, como respuesta al avance de la guerrilla en una primera instancia y luego como un proyecto propio de Estado regional, se impusieron como nuevas élites regionales. Sin embargo, su ascenso en la estructura de poder no significaría una ruptura radical con las anteriores élites. Los políticos profesionales, terratenientes, narcotraficantes y empresarios legales, se vincularon de diferentes formas al nuevo poder porque era la única forma de protección frente al secuestro y las extorsiones de las guerrillas. Aunque las expropiaciones a terratenientes tradicionales y los asesinatos de políticos reacios a aceptar el sometimiento a una fuerza superior fueron más comunes de lo que se cree, la mayoría se adaptó a las circunstancias. Algunos se convirtieron en parte activa de la organización paramilitar, otros aprovecharon la situación para aumentar su riqueza e influencia política mediante alianzas que traspasaban la barrera de la legalidad, mientras que la mayoría simplemente se ajustó a las restricciones del nuevo orden y aprovechó las oportunidades que ofrecía la nueva situación.

 

Muchos individuos con formación profesional o con una carrera en las fuerzas de seguridad del Estado se convirtieron en mandos militares, funcionarios, inversionistas, testaferros y asesores políticos de los paramilitares. Eran los encargados de moldear y adecuar las actuaciones del ejército ilegal según los intereses estratégicos de los comandantes paramilitares en un territorio según las posibilidades que ofrecía su fuerza militar, política y económica. Y es que debido a la complejidad propia de los aspectos concernientes al mantenimiento del poder paramilitar, que incluyen desde temas militares, jurídicos y financieros hasta la negociación de influencias en altas instancias nacionales, pasando por el manejo cotidiano de pleitos y la vigilancia en las comunidades, se requería toda una maquinaria burocrática en la cual delegar la administración de todos los aspectos que implica la apropiación del Estado local y la imposición de un orden social. En teoría, quienes se encargaron de estas funciones debieron haberse desmovilizado en el marco del proceso de paz y sus actuaciones deberían estar sujetas a la aplicación de la Ley de Justicia y Paz.

 

En cambio, quienes entraron a hacer parte de un limbo jurídico y se han convertido en objeto de investigación de la verdad paramilitar, son aquellos individuos que establecieron alianzas políticas económicas y militares con los paramilitares, sin ser parte activa de la organización. La hegemonía paramilitar en las regiones del país no ocurría en un estado de aislamiento con respecto a la sociedad. Necesitaban de muchos actores y figuras sociales. La clase política era necesaria para infiltrar las instituciones del Estado en las regiones y de ese modo gobernar las regiones y capturar las rentas del presupuesto público. También necesitaban a los políticos para mediar en el poder nacional en espacios como la rama legislativa del poder, lograr nombramientos burocráticos en el ejecutivo, e influir en las decisiones del aparato judicial y las agencias de control. Por esa razón las autodefensas hacían elegir a la fuerza o mediante la persuasión del dinero una clase política leal a sus intereses. Desde los concejales y alcaldes municipales hasta los senadores de regiones bajo dominio paramilitar, es de esperar que hayan tenido algún tipo de alianza o compromiso, e incluso sean un engranaje más de la organización.

 

En un escenario de disputa tan intensa por el poder, el éxito de los paramilitares solo pudo explicarse por su apropiación o cooptación de la clase política local. Basta imaginar cómo hubiera sido el poder territorial de un ejército privado en un municipio si no hubieran dominado los cargos políticos de elección local y de representación nacional. Habrían existido alcaldes independientes de su influencia, capaces de hacer cumplir las leyes del Estado, en otras palabras habrían perseguido a sus miembros y propiedades. No hubieran contado los grupos armados con los recursos que provee la administración pública, ni con la ascendencia social que significa el manejo del gasto en educación, salud, agua potable, etc.

 

Tampoco hubieran dispuesto de representantes en los cuerpos legislativos y la burocracia central para influir sobre las decisiones concernientes a su dominio regional.

Al ser el control de las elecciones tan importante para su estrategia de control territorial y de apoderamiento del Estado local, no era de extrañar entonces que unos actores que contaban con grandes volúmenes de dineros producto de la extorsión masiva y del narcotráfico, y con aparatos militares capaces de someter al resto de grupos violentos en las regiones, los utilizaran para apoyar candidatos comprometidos con sus intereses. Lo extraño hubiera sido lo contrario, que no utilizaran el narcotráfico y las armas para construir una red propia de políticos profesionales en los cargos de elección popular.

La dinámica de cooptación y de sometimiento de las autoridades locales se extendió también hacia los cuerpos de seguridad del Estado: básicamente el Ejército y la Policía. Ante la ausencia de las demás acciones del Estado que garantizaran la imposición de la democracia en el gobierno local, y también por el poder de los sobornos, algunos miembros de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional acomodaron su desempeño de forma que no interfirieran los espacios de poder paramilitar en las regiones. Su postura en las comunidades era la de propiciar la seguridad y el orden dentro de los términos de las autodefensas, quienes guardaban el orden político local. En algunas zonas los miembros de la Fuerza Pública no tenían opción diferente a alinearse con los paramilitares y hacer caso omiso de las violaciones de los derechos humanos cuando eran realizadas para expandir o consolidar su control territorial. Bastaría imaginar la crisis política y de seguridad que hubiera ocurrido en algunas las regiones colombianas, si de un día para otro las fuerzas de seguridad del Estado hubieran decidido perseguir y desmantelar la estructura de poder paramilitar.

 

Igual sucedió con los empresarios legales e ilegales de las regiones bajo su dominio. Desde los comerciantes y agroindustriales más exitosos hasta los narcotraficantes más ricos, debían pagar al menos su respectiva extorsión a los grupos paramilitares a manera de un impuesto de protección. Y muchas veces, cuando los negocios eran muy atractivos, los empresarios eran obligados o persuadidos a asociarse como testaferros o administradores de los negocios. No siempre esta asociación fue el producto de las amenazas, en muchos casos los paramilitares se convirtieron en excelentes socios para capitalizar empresas legales e ilegales y para garantizar un entorno de seguridad favorable a la producción de riqueza.

 

Las mismas bases de apoyo social de las antiguas elites llegarían a ser parte del proyecto paramilitar. El narcotráfico y el terror de las armas agregarían nuevas variables al intercambio clientelista que dominaban los políticos profesionales de la época. Los jefes de las autodefensas poseían dinero y capacidad de amenaza suficiente para comprar la lealtad de cualquier comunidad marginada en las regiones. Los políticos pasaron de ser los mediadores ante el Estado central, a ser los mediadores del poder paramilitar ante las instituciones estatales de las regiones. A cambio, los políticos profesionales tenían garantizada su elección y una participación razonables en las utilidades por corrupción pública y las clientelas el acceso a servicios públicos, dinero y bienes el día de las elecciones y lo más importante, protección frente a otros grupos armados. Los que por algún motivo no fueron cooptados sufrieron el destierro o la marginación política.

 

Todos estos individuos y grupos sociales hicieron así parte de una manera u otra del proyecto de expansión paramilitar. Sin su participación no se hubiera explicado el grado de expansión alcanzada por las autodefensas a lo largo del país. Y no se trató de un puñado de regiones, sino de cientos de municipios. En cada uno de ellos existen al día de hoy políticos profesionales, empresarios, funcionarios públicos y demás, que en su momento contribuyeron a sostener el andamiaje del poder local de las autodefensas. Y cada uno de estos personajes tiene su respectiva dosis de verdad que la opinión deberá conocer en su momento.

 

El hecho que el proyecto paramilitar más allá de la lucha contrainsurgente se haya centrado en controlar territorios y convertirse en el eje del poder en diferentes regiones, determinó que el sentido de su expansión no estuviera ligado exclusivamente a la estrategia de copamiento de zonas estratégicas para la guerrilla, sino también de aquellas áreas geográficas donde era viable la imposición de su poder político. Fue así que su control de municipios y regiones estuvo determinado no solo por el despliegue territorial de los grupos subversivos, sino por determinadas características económicas, políticas y sociales de las zonas que permitieron su imposición. Cuando coincidía la pobre modernización del sistema económico de un municipio o región, la presencia de un tamaño apreciable de población cuyo acceso a servicios básicos dependía de la mediación clientelista, la escasa disponibilidad de capital de los políticos locales para financiar su campaña electoral y la debilidad militar de la guerrilla en el terreno, existían pues condiciones propicias para el apoderamiento del Estado local por las autodefensas.

 

Pero no sólo en esta categoría de municipios fue manifiesta la presencia de los grupos paramilitares. Mientras que en los municipios de mediano y pequeño tamaño se apoderaron del Estado local, en algunas ciudades grandes sucedería todo un fenómeno de infiltración paramilitar.. Si en los ochenta las mafias de las ciudades centraban sus actividades en asociaciones y disputas para traficar drogas, los grupos paramilitares tuvieron un modo de operar más parecido a las mafias tradicionales que a grupos irregulares rurales. Su principal objetivo era el logro del monopolio de la coerción y la protección de una serie de actividades susceptibles al control del crimen organizado como los mercados de abastos, los Sanandresitos, la extorsión a los pequeños comerciantes, el sicariato, el narcotráfico, el contrabando, y como logro de un nivel superior, la apropiación del poder político. La infiltración de los cargos de elección popular (alcaldías y concejos) generaba enormes ganancias producto de la corrupción en la contratación pública, la impunidad frente a las instituciones del Estado y la capacidad de crear una red clientelista propia en territorios ampliamente urbanizados.

 

En realidad, fueron muchos los municipios y regiones, e incluso ciudades, donde ocurrió un proceso de expansión del control y de la influencia paramilitar, con sus respectivas implicaciones en el desarrollo de relaciones y vínculos con la clase política, las fuerzas de seguridad estatales, funcionarios públicos, empresarios y demás grupos sociales. Aunque la participación de quienes estuvieron vinculados en el proceso de expansión paramilitar no puede ser objeto de un juicio categórico donde a todos le cabe la misma responsabilidad, la advertencia sobre los vínculos y relaciones con diferentes individuos y grupos sociales que explican el grado tan alto de expansión del paramilitarismo, son útiles para mostrar la magnitud de la verdad que el país tendrá que afrontar. No se trata entonces de unos cuantos congresistas de una región en particular del país, o de un puñado de oficiales, jueces o funcionarios corruptos, sino de todo un fenómeno masivo que involucra varios miles de individuos involucrados en mayor o menor grado con una realidad del país.

 

Este es un asomo mínimo a la verdad que deberá afrontar el país. Sin pretender cuestionar la validez y la necesidad de develar la verdad en el marco del proceso de paz con las autodefensas, es inevitable advertir también sobre la necesidad de un proceso de concientización sobre la magnitud de lo que se puede llegar a conocer.

 

Fundación Seguridad y Democracia