A las bombardas y espingardas
sucedieron las culebrinas. A diferencia de éstas, las
culebrinas estaban fundidas en una sola pieza, siendo el metal empleado el
hierro y, generalmente, el bronce. Las técnicas de fundición y sus limitaciones
determinaron, durante los siglos XVI y XVII, el calibre de los cañones que
generalmente no superaban el calibre de 32 libras. La culebrina era la pieza
estándar de estos siglos y se caracterizaba por su gran longitud y su calibre
relativamente pequeño. Existían tres clases en función del calibre: la
culebrina, la media culebrina o sacre y el octavo de culebrina o
falconete. Todas estas clases
se subdividían, a su vez, en función de la longitud del cañón, en: Legítimas,
cuando dicha longitud era igual a 30 ó 32 veces el calibre; extraordinarias, si
excedían de esa longitud y bastardas si eran inferiores. En la parte trasera del
tubo tenían un pequeño orificio, denominado oído que era empleado para cebar y dar
fuego a la carga mediante una mecha. Los proyectiles era unas bolas de hierro
macizo que inicialmente tenían de una a ocho libras de peso y que, con el
transcurso del tiempo, llegaron a pesar hasta 42 libras en el siglo XVIII. Como
carga de proyección, es decir, como mecanismo para lanzar la bala, se empleaba
pólvora en la fórmula "6, as, as ", esto es, 6 partes de salitre, una de azufre
y una de carbón. La puntería se realizaba a ojo, ayudados por unos apuntadores
llamados joyas parecidos a los
puntos de mira de los fusiles o rifles.
El mortero
naval es experimentado por primera vez en el año 1464 por la flota
aragonesa. Al igual que el mortero terrestre, la trayectoria del proyectil no es
básicamente rectilínea, como los cañones, sino que aquel describe una parábola
que permitía batir objetivos protegidos tras murallas, parapetos o bordas. El
mortero naval fue el primero en emplear los proyectiles explosivos. Éstos
consistían en unas bolas esféricas rellenadas de pólvora a las que se añadía una
mecha que se encendía inmediatamente antes de ser disparado contra el objetivo.
Obviamente su efectividad no era muy grande y, la mayoría de las veces, era
mayor el ruido ocasionado que los daños producidos.
Las carronadas
fueron los cañones navales fundidos hacia el 1778 por la Carron Company, una
sociedad escocesa de fundidores y constructores navales; estas piezas de
artillería eran más cortas y ligeras que los tradicionales cañones de hierro, y
de mayor calibre y potencia. Fundida con hierro, la carronada se podía elevar
con un, tornillo sin fin, y, en vez de estar sobre el tradicional armón, estaba
montada en un soporte móvil sobre unas guías, que corrían por una pequeña
plataforma, con dos ruedas anteriores, adecuadas para amortiguar el retroceso de
la pieza. La plataforma, a su vez, estaba equipada con un perno en la parte
anterior, o sea la parte vuelta hacia el costado del barco, que permitía
orientar la caña de la pieza en la dirección deseada. La dotación de proyectiles
de la carronada estaba formada por las balas esféricas de hierro, comprendía
también balas de palanqueta o ángeles, formadas por dos
semiesferas unidas por una barra de hierro, muy útiles para romper palos y
jarcias; balas encadenadas y, linternas de metralla, es decir, cajas de hierro
cilíndricas y llenas de trozos de hierro, cargadas en racimo, o pequeñas bolas
unidas entre sí por una cuerda de cáñamo y envueltas en un cilindro de
tela.
El cañón naval
experimenta un importante avance en el siglo XVIII en el que se procede a una
racionalización de las distintas clases para adaptarse a las limitaciones de
espacio en los navíos. Así se eliminan los adornos de las piezas, se reduce la
longitud de los cañones navales, a diferencia de los terrestres, que aumenta;
sus cureñas se hacen más pequeñas para facilitar la colocación de las piezas en
batería, evitando, además, excesos de peso que afectaran a la estabilidad del
buque. Igualmente se extendió el uso de alzas para la puntería y se adoptó el
sistema de cartucho que facilitaba la carga de los cañones. La cadencia de
disparo variaba, según el calibre del cañón, entre 12 y 20 disparos por hora.
Sin embargo, el mayor avance en ese periodo fue el sistema de sujeción de las
piezas a la obra muerta. Un complejo sistema de poleas y cuerdas permitían
reducir el retroceso de los cañones cuando eran disparados y, facilitaban, una
vez recargados, asomarlos a las portas y colocarlos en batería. Además, durante
la navegación, ese sistema de cuerdas y poleas fijaban el cañón impidiéndole
moverse en momentos de fuerte oleaje.
La auténtica revolución en la
artillería naval llega en la primera mitad del siglo XIX. En
1822, el coronel de artillería francés Paixhans publica el libro Nouvelle force maritime en el preveía que
el futuro de las marinas sería el de los buques blindados
movidos por vapor y de los proyectiles explosivos. Este coronel
fue el primero en diseñar los proyectiles cilíndricos cargados
de explosivos que sustituirían a las viejas balas esféricas y macizas. La
primera constatación práctica de esta teoría se produjo en 1853 cuando la flota
rusa, dotada de proyectiles del sistema Paixhans, destrozó a la flota turca en
Sínope. Ello, unido a la aparición de los cañones de
retrocarga, significó el paso decisivo en la historia de la marina de
guerra. Para replicar al poder destructor de los proyectiles explosivos, fue
necesario blindar los barcos.
Al quedar terminado,
el Monitor poseía un casco acorazado en
forma de balsa por arriba, y con perfiladas líneas debajo el agua, estando
armado con una torre giratoria central única en la que iban montados dos cañones
Dahlgreen de 280 mm, de retrocarga y ánima lisa. El Monitor era capaz de
disparar a todo su contorno gracias a la torre de que estaba provisto. Ello
suponía un notable avance frente a los demás navíos acorazados de la época que
aún seguían disponiendo el armamento en baterías a las bandas de forma que, en
combate, sólo podían hacer fuego con la mitad de las piezas. Sin embargo, el
sistema de torres no fue adoptado como estándar hasta la década de 1880. El
aumento del calibre y peso de los cañones impedía moverlos a mano para
colocarlos en posición de disparo, por lo que fue necesario dotarlos de un
sistema de movimiento mecánico. Inicialmente el vapor producido por las calderas
del buque era usado, mediante un sistema de tuberías, para mover los motores de
la torre. Más adelante se sustituyó el vapor por la
electricidad.
La configuración y diseño del
navío de guerra había llegado ya a un grado de notable complejidad, y al
aumentar paulatinamente el armamento secundario, tanto en número como en
calibre, la mayor parte de la cubierta superior quedó ocupada por torres
acorazadas. Tan escaso resultó el espacio, que la Armada de los Estados Unidos
introdujo las superpuestas. Este fue el caso de los buques de
la clase Kearsarge, cuyas
torres secundarias, donde iban montados dos cañones de 203 mm, fueron situadas
encima de los montajes dobles de los cañones de 330 mm. El primer acorazado, el
británico Dreadnought, montaba diez cañones de 305 mm en cinco torres
dobles, y para asegurar un mayor fuego axial, extremo en el cual aún se
insistía, se situaron dos de las cinco torres encima de los costados, y las
otras tres fueron colocadas en la línea central, una a proa y dos a popa. No se
montaron baterías secundarias, pues era poco probable su utilización, pero sí se
conservaron las terciarias, contra los torpedos, en número de veinte cañones de
76 mm. El disparo a larga distancia presentaba otros problemas, sobre todo el de
fuego oblicuo, teniendo que reforzarse notablemente el blindaje de las cubiertas
para que resistieran el impacto de los proyectiles al caer en un ángulo más
abierto.
El aumentó del peso de las torres llevó aparejada la reducción del número de estas. Para compensar esta reducción se adoptó el sistema de colocarlas a crujía para permitir disparar por cualquiera de las bandas. Fue en 1908 cuando se adoptó el denominado sistema "Michigan ", llamado así por el acorazado que lo introdujo, en el cual las piezas artilleras principales se colocaban en torres superpuestas, a crujía, en proa y popa. Este sistema perduró hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
La aparición de los aviones supuso una nueva amenaza para los buques de guerra y, como resultado, la aparición de una nueva clase de barcos: los portaviones. El problema radicaba en cómo hacer frente a esa nueva amenaza. Inicialmente se emplearon ametralladoras pero, a medida que los aviones eran capaces de volar a mayor altura, la efectividad de las ametralladoras desaparecía. La solución, a falta de cazas propios o como complemento de los mismos, fue el cañón antiaéreo. Dado que la posibilidad de obtener un impacto directo sobre el avión atacante era pequeña, los cañones antiaéreos formaban unas barreras haciendo estallar los proyectiles a diversa altura mediante detonadores programables.
Al entrar en escena
el torpedo, los problemas defensivos se agudizaron a tal
extremo que pusieron en peligro la misma existencia de los buques de guerra,
hecho que ocurrió entre 1880 y 1910, aproximadamente. Una réplica defensiva
inmediata fue colocar una red antitorpedo en torno al navío; luego se procuró
aumentar la velocidad de los buques y por consiguiente su capacidad de maniobra,
y, en fin, se instaló una batería terciaria de cañones destinada a destruir los
torpedos antes de que pudieran entrar en acción. Más tarde se procedió a dividir
el casco en numerosos compartimentos estancos longitudinales y transversales,
para evitar el hundimiento tras el impacto de un torpedo; el perfeccionamiento
de este sistema constituyó un gran paso adelante. Ciertamente no se evidenció
que la amenaza del torpedo quedara superada, pero se estableció otro hecho
innegable: desde entonces resultaría imposible que las grandes unidades de una
flota atacasen a corta distancia una zona costera.
Los primeros torpedos tenían una pequeña carga explosiva de pólvora de algodón y estaban impulsados por vapor. Su carrera o alcance máximo era de unos 2.000 metros. A finales de la primera guerra mundial el torpedo había evolucionado aumentándose su poder destructivo y la distancia de su recorrido que alcanzó los 8.000 metros. El diámetro estándar de los torpedos era de 533 mm en la mayoría de las marinas.
El torpedo tradicional tenía ahora una serie de ventajas, como era la posibilidad de graduar su velocidad y carrera (a mayor velocidad, menor alcance y viceversa ), la de alternar sistemas de propulsión (vapor y electricidad) y la orientar la trayectoria. Sin embargo tenía en su contra la estela, que los hacía fácilmente detectables, y su trayectoria rectilínea, de forma si el blanco estaba lejos o variaba de velocidad o rumbo, el torpedo fallaba. Fueron los japoneses y alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial, los que encontraron soluciones. La Marina Imperial Japonesa centró sus investigaciones en dotar de mayor alcance a sus torpedos y eliminar la estela delatora. El producto fue el torpedo "Long Lance" de 633 mm. propulsados por oxigeno, que no dejaba estela, y cuyo alcance o autonomía duplicaba o, incluso, triplicaba el de las demás marinas. Los alemanes se centraron en torpedos que pudieran seguir al blanco. El resultado fueron los torpedos acústicos que seguían al blanco por el ruido emitido por las máquinas aunque cambiase de velocidad o de rumbo. Además crearon otro tipo de torpedos cuya carrera podía programarse de forma que cambiaba de rumbo zigzagueando hasta encontrar un blanco. Estos torpedos se emplearon básicamente en los ataques contra convoyes aliados donde, al navegar en formación, era más fácil alcanzar un objetivo.