Por décadas, la Base Naval ARC Bolívar, en Cartagena, ha sido
una especie de parque virtual que recuerdo con afecto desde la época lejana
cuando cualquier hijo de vecino podía entrar a curiosear entre destructores y
fragatas. Nada más lejos de mí que desear que este pulmón de la ciudad se
convierta algún día en carne de especulación inmobiliaria, pero ello no quiere
decir que allí las cosas estén funcionando del todo bien.
Ubicada en uno de los sitios más hermosos y estratégicos de
la ciudad, la base está poco a poco pasando de ser un vecino amable y
ecológicamente viable a convertirse en una institución incómoda a la que
pareciera no desvelar el adecuado desarrollo urbano de su entorno.

No tuvo
inconveniente la Armada en permitir que en sus predios se construyeran para los
Juegos Centroamericanos los horrendos edificios que hoy torturan el paisaje y
que pronto congestionarán aún más la entrada del barrio residencial y turístico
de Bocagrande. Pero cuando se propuso ese mismo lote para un proyecto de puente
que desahogaría el barrio uniéndolo con Manga, La Base opuso razones de
seguridad.
En este punto, permítanme una digresión para anticiparme a la
glosa del doctor Enrique Peñalosa, a quien admiro y quisiera ver en la Alcaldía
de Cartagena. Opina que, más que puentes o nuevas vías, en Bocagrande hay que
fortalecer el sistema de transporte masivo, Transcaribe, e ir eliminado la
cultura del automóvil particular. Comparto esa meta, pero mientras llegamos a
tal grado de civilidad, ¿qué haremos con el actual parque automovilístico? ¿Qué
haremos con el turismo motorizado que nos manda Uribe? ¿Qué haremos con el
capital automovilizado que impulsa los nuevos condominios?
Hoy en Cartagena hay que fortalecer el sistema de transporte
masivo multimodal y hay que construir las vías terrestres que en la ciudad nunca
han sido.
Cuando empezaron los diseños de Transcaribe, señalamos el
cuello de botella a la entrada de Bocagrande y propusimos que a lo largo de la
Avenida San Martín la Armada cediera unos pocos metros para adecuar la vía a tal
proyecto, asunto que nunca prosperó a diferencia de la concesión hecha a la
excéntrica villa olímpica arriba mencionada.
Pareciera entonces que esta institución, tan ligada a los
afectos de la ciudad, al cabo de los años se estuviera convirtiendo no solo en
un tapón para su desarrollo sino en una industria contaminante. Allí funcionó
Conastil, un astillero que tuvo que salir por razones obvias, pero ahora con
nadadito de perro está renaciendo en la base otro astillero con todos los
inconvenientes que una industria pesada puede generar en un barrio
residencial.
Una de las actividades que allí se desarrolla me temo que es
el Sand Blasting, a juzgar por el ruido y el polvo que levanta. Es un proceso
industrial contaminante que dispara potentes chorros de arena contra los cascos
de los barcos para remover el óxido. Es posible que los residuos suspendidos en
el aire puedan viajar con la brisa más de lo que pudieran imaginar allá los
civiles. Pero no contenta esa industria con tal perturbación, no tiene
inconveniente en empezar sus labores cualquier domingo a las siete de la mañana
y terminar bien tarde. No puedo negar, sin embargo, que algunas veces cuando ya
el sol atraviesa las nubes de polvo, el paisaje puede ser tan hermoso y difuso
como cualquier pintura de Turner.
Finalmente, y volviendo a la estratégica ubicación de nuestra
querida Base, no quiero ni imaginar el día que las armas de cualquier país
hermano nos sorprendan en nuestro propio Pearl Harbor. Afortunadamente, para esa
época, yo posiblemente ya viviré en un barrio bastante más
tranquilo.